Una pieza por tres mil dólares
En un local que luce pequeño para albergar una galería de arte se acomodan, hacinados y de manera incestuosa, piezas de artistas plásticos, armarios antiguos, muebles de principios del siglo pasado, y artefactos que podrían haber sido diseñados para agarrar in fraganti una partícula quark en el baile inacabable, en el intercambio infinito entre ser onda y ser partícula. Los asistentes, en su mayoría vestidos de negro —camisa, blusa o pullover de cuello de tortuga, por supuesto, de color negro, pantalones negros, medias negras, zapatos negros, y un corte de cabello exacto y trendy— acuden a la inauguración de la exhibición en el place del momento to be seen, donde degustan en copas de plástico la cortesía del anfitrión de vinos de alguna cosecha inimaginable. El escenario podría ser Manhattan, Soho para ser más precisos, en aquellos años de Annie Hall y el clarinete de Woody Allen. Sin embargo, los años han pasado, y esta caricatura tiene lugar en alguna isla del Caribe —de cuyo nombre no vale la pena acordarse mientras escribo— a donde dicen que fueron a parar el espíritu y los ánimos del pintor y escultor francés Dubuffet, Jean Philippe Arthur Dubuffet.
Entre los asistentes, un hombre en sus cincuenta y tantos años, cercano más bien a los sesenta, es agarrado por una de las piezas en exhibición y le obliga a mantener fija la mirada ante la agresividad de sus colores, y la necesidad de cuidar su imagen de entendido en el arte. Es una pieza construida sobre masonite repleta de figuras, chapas, mezcla de collage y trazos que sugieren seres en un plano radicalmente lúdico y lúdicamente real. La observa detenidamente cuando la mujer que le acompaña esa noche se acerca tras haber reclamado su copa plástica de vino de cosecha inimaginable. Qué te parece, pregunta él; hermosa, le contesta la espigada mujer en sus altos estiletes, negros desde luego. Copa en mano, estiletes negros baja la voz y secretea: pero el precio cariño… Y él: no importa, eso se arregla, es extraña, todos tendrán algo que decir.
Continúa observando otras piezas, pero aquella obra extraña de un humor cruel, y sugerente de otros planos de la conciencia, le persigue por todo el hacinado salón. Por fin se decide y se acerca a la joven galera a cargo de la exhibición. Pregunta: esa pieza, la de la pared derecha, la de los colores y las chapas, el autor. Y ella, sonriente y con la excitación de una posible venta, Francisco, Francisco Orlando, hay quien ve en sus piezas y aun en su rostro, a Dubuffet, pero más triste y angustiado que el francés, algunas de sus piezas se exhiben en los tres museos de la ciudad. Cuánto, preguntó él. Y ella: cuatro mil. Demasiado, le responde el mecenas con futuro de sesentón en el horizonte. Ella, agresiva y a sabiendas de que su oferta no será rechazada, imposible que lo fuera, dispara a conciencia de que su participación del cincuenta por ciento del precio de venta bajará sustancialmente, pero le urge mover la venta de las piezas: sólo puedo bajar a tres mil dólares. La venta fue acordada. El sabía que adquiría una pieza por tres mil dólares que aumentaría considerablemente de valor en unos pocos años.
Aquella noche Francisco Orlando no se encontraba en aquél espacio incestuoso y hacinado. Descansaba en su casa, un cuarto que alguna vez fue el almacén exterior de una estructura en una de las barriadas pobres de la ciudad. Al día siguiente tendría que levantarse lo suficientemente temprano para llegar a tiempo a su turno para limpiar los retretes —inodoros en la lengua de los nativos— y urinales, como todos los días de la semana, a las seis de la mañana, en el principal centro comercial de la ciudad, a cambio de un salario miserable. No le vendrían mal los mil quinientos dólares de aquella venta de la que aún no sabía nada. Efímeros mil quinientos dólares, perecederas hojas verdes, pero nada mal, hasta una próxima y lejana ocasión.
Entre los asistentes, un hombre en sus cincuenta y tantos años, cercano más bien a los sesenta, es agarrado por una de las piezas en exhibición y le obliga a mantener fija la mirada ante la agresividad de sus colores, y la necesidad de cuidar su imagen de entendido en el arte. Es una pieza construida sobre masonite repleta de figuras, chapas, mezcla de collage y trazos que sugieren seres en un plano radicalmente lúdico y lúdicamente real. La observa detenidamente cuando la mujer que le acompaña esa noche se acerca tras haber reclamado su copa plástica de vino de cosecha inimaginable. Qué te parece, pregunta él; hermosa, le contesta la espigada mujer en sus altos estiletes, negros desde luego. Copa en mano, estiletes negros baja la voz y secretea: pero el precio cariño… Y él: no importa, eso se arregla, es extraña, todos tendrán algo que decir.
Continúa observando otras piezas, pero aquella obra extraña de un humor cruel, y sugerente de otros planos de la conciencia, le persigue por todo el hacinado salón. Por fin se decide y se acerca a la joven galera a cargo de la exhibición. Pregunta: esa pieza, la de la pared derecha, la de los colores y las chapas, el autor. Y ella, sonriente y con la excitación de una posible venta, Francisco, Francisco Orlando, hay quien ve en sus piezas y aun en su rostro, a Dubuffet, pero más triste y angustiado que el francés, algunas de sus piezas se exhiben en los tres museos de la ciudad. Cuánto, preguntó él. Y ella: cuatro mil. Demasiado, le responde el mecenas con futuro de sesentón en el horizonte. Ella, agresiva y a sabiendas de que su oferta no será rechazada, imposible que lo fuera, dispara a conciencia de que su participación del cincuenta por ciento del precio de venta bajará sustancialmente, pero le urge mover la venta de las piezas: sólo puedo bajar a tres mil dólares. La venta fue acordada. El sabía que adquiría una pieza por tres mil dólares que aumentaría considerablemente de valor en unos pocos años.
Aquella noche Francisco Orlando no se encontraba en aquél espacio incestuoso y hacinado. Descansaba en su casa, un cuarto que alguna vez fue el almacén exterior de una estructura en una de las barriadas pobres de la ciudad. Al día siguiente tendría que levantarse lo suficientemente temprano para llegar a tiempo a su turno para limpiar los retretes —inodoros en la lengua de los nativos— y urinales, como todos los días de la semana, a las seis de la mañana, en el principal centro comercial de la ciudad, a cambio de un salario miserable. No le vendrían mal los mil quinientos dólares de aquella venta de la que aún no sabía nada. Efímeros mil quinientos dólares, perecederas hojas verdes, pero nada mal, hasta una próxima y lejana ocasión.
Nota: La foto de la pieza al principio de este post corresponde a una de las obras de Jean Philippe Arthur Dubuffet titulada Smiling Face.
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