Fotografía por Eric Alvarez © 2013. Todos los derechos reservados.
86 años. Hoy habría cumplido 86 años. Tras su muerte, con el paso del tiempo, la coincidencia insana y agridulce de un encuentro homicida entre los recuerdos que construían planos colaterales y sobrepuestos de odios y ternuras, en los que reconocía la pesadilla del parricida, y las ansiedades del hijo que no entiende, que no pudo entender, así como las angustias y los miedos que se encontraban agarrados como hiedras a mi espíritu, y que por años permanecieron ocultos, se hicieron todos violentamente presentes. No tendría que pasar demasiado tiempo, sin embargo, para que una noche de octubre, triste como un sueño inalcanzable, flotando en las aguas de un mar oscuro e inocuo, regresara del llanto como aquella casa pintada, como quien ve su vida perderse en la ciénaga espesa de la nada en la que se hunde lentamente, como quien se ve sumergido en los cielos inciertos de las cavernas, y vuela erráticamente hasta perderse en sus profundidades, con el propósito de renacer en este o cualquier otro espacio y tiempo, desafiando las narrativas nauseabundas de las ambiciosas divinidades de las ontologías del presente que esconden cadáveres entre sus vestidos y sus aposentos en los templos. Tal vez esta intensa travesía, y sus elementos, sean la contestación al sabor salado de las lágrimas, o a la opacidad de mis ojos que aún ven siluetas y sombras en movimiento, reflejadas en las paredes y ventanas de mi cuarto, como las de los árboles que se reflejaban en el mar y en la arena aquella noche, y que me hablan de los destinos inciertos, de los riesgos mortales de no lanzarse al vacío para alcanzar una esperanza. A partir de entonces, de aquél viaje inevitable a mis infiernos, y de mi regreso con mis alas grises, secas y maltrechas, me reconstruyo y camino entre quejidos de moribundos ineluctables y cuerpos putrefactos —desechos de los que emanan los últimos fluidos corporales— de los habitantes muertos de esta ciudad asesina y suicida. Intento hacer apacible mi caminar, y dejar un rastro de ternuras como recuerdo. Sé que mis señales, ni tan rastro ni tan tiernas, son, la mayoría de las veces, más bien incomprensibles; una suerte de invitación al vómito como aquél de quien se libera de los dolores más amargos, guardados en alguna esquina recóndita del cuerpo, sus órganos, o del alma. Marcho sobre un camino ambivalente y desolado. Un camino sinuoso, de giros sorpresivos, y marchas de regreso y hacia adelante, imperceptibles e inesperadas. Marcho con toda mi atención dirigida a las puestas de sol cada tarde, y desde mi perspectiva al observarlas, fijo en mi mente el este del sol en su partida como guía; como puerta posible, tan solo posible, por causa de mi falta de valor o del hado que tuerce los senderos, de mi fuga necesaria, y definitiva, de esta ciudad fallecida que nunca descansará en paz…
Eric Alvarez © 2013. Todos los derechos reservados.
|
Comentarios
Publicar un comentario