Todos al final estallan


Salvador Dalí, El Gran Paranoico (1936)

Mi psiquiatra alega que nuestras reacciones, bueno, al menos las mías, son producto de ciertos códigos instalados en el cerebro, tras largos años de evolución en los que predomina el instinto de preservación de la presa acechada. Por eso, me dice, mi paranoia, se convierte en conducta agresiva contra todo lo que percibo como una amenaza. Sí… Yo he estudiado acerca de esa conducta en los perros que se manifiestan temerosos en un principio. Ese temor los lleva a la agresión, como en el caso de los seres humanos, o como en mi caso. Expectativa de agresión, terror al predador que acecha. Respuesta reflejo: agresión. Tiene lógica la teoría de mi psiquiatra. Digamos que al menos su teoría ha resultado exitosa al decidir qué medicamentos debía recetarme. Ya no soy presa. Pero… ¿Y el predador? Ese predador que yo insisto forma parte del yin-yang de la psiquis, ese predador interno que acecha al otro que es presa y que no tiene otro remedio que sufrir su propia paranoia. Quiero decir… El predador y el instinto de presa acechada, como contrarios que se complementan para formar una unidad, una síntesis, el sueño marxista —¿o es hegeliano?— que, sin embargo, no es lo que importa ahora, sino lo otro. Presa y predador somos, soy, uno solo, acechado y acechante. Voy en busca de mi presa pero sé que otro predador, que también es presa, está a mi acecho. Yo puedo verlo muy claro en mis sueños y mis pesadillas. Me persigue uno de la tribu, y otro de ellos y otro y otro y otro, hasta que se van convirtiendo, ante mis ojos que no pueden creerlo, en antílopes, venados, aves de poco vuelo, peces enormes entre las rocas en el fondo de un río de aguas rojas —que sí existe, está en Canaima, y ningún tonto, por el hecho de que se maraville con lo ordinario de la naturaleza, puede adjudicarse el invento— en presas factibles para mi, uno de tantos homo sapiens, para nosotros, tribu hambrienta, que habremos de atacarlas y devorarlas con la fruición que da el hambre y el poder. Eso no alcanza nunca a explicármelo mi psiquiatra en este mundo, el suyo y el mío —el del predador-presa y el de la presa-predador— que no es bucólico ni pastoril, sino que es un mundo real, como los metales, como la sangre derramada, como los muertos inevitables y los innecesarios, como las víctimas vengadas, y los victimarios ajusticiados, real como las injusticias que se ofrecieron como utopías para terminar en cámaras de gas, exterminios étnicos, muros infranqueables, gulags, camarillas rojas, exterminios étnicos de nuevo, centros de tortura, o largas condenas a ser cumplidas en prisiones distantes por presuntos contrabandistas de cemento, todas justificadas como una misión histórica por expertos en demagogias. Pero hablaba de mi psiquiatra y sus conce[ptos][pciones][bidos], y admito aquí el robo de un recurso del discurso de un poeta, sangre de mi sangre, que lo utili[za][zará] de manera más inteligente —¡y más elegante, por Dios!— que yo. Pero a lo que iba definitivamente es que él tiene sus ideas y yo mis respectivas. Hablo de mi psiquiatra, por supuesto. El tiene un diagnóstico clínico, yo tengo la experiencia de cada día y mis sueños y mis pesadillas. Todos sabemos que ese plano onírico es tan verdadero como la realidad misma, como la pared de este cuarto o la bandeja del mediodía en el salón comedor —ya no me ofrecen room service como al principio— lo que pasa es que todo ello ocurre en otras dimensiones imperceptibles, como ocurre con el universo relativo de los peces, las moléculas o los parásitos que habitan y se alimentan de los árboles y de nuestros cuerpos. Para ellos, el contexto universo de sus vidas son cuerpos de agua, árboles y la carne humana, y nosotros y nuestras ansiedades no existimos, pero la realidad es que aquí estamos. Entonces pienso que, después de todo, y hablando de actos parasitarios, una garrapata es precisamente un predador sobre mi perro que sufre su agresión sin poder defenderse, hasta que yo intervengo, y ahí está, gris, llenita de la sangre que le ha succionado. Dominante y truquera en su universo paralelo de ácaros y parásitos, no se le elimina fácilmente. Todo su odio succionador, concentrado en aproximadamente un centímetro, le da la fortaleza del ego de un predador-presa-predador que finge no serlo, escondiéndose en el pelaje del can, y sólo hay una manera de liquidarla: hacerla estallar en el acto. Literalmente. (Desde luego, ya sabemos, al menos yo creo saberlo, que “literalmente” no es lo mismo que “de manera literaria”.) En este caso, el exterminador debe ser decidido, preciso, asertivo. Hay que hacerla estallar y punto. Lo que conduce, al menos a mí me conduce, al punto de partida de todo esto. Sostengo que no hay predadores sin presas, ni presas sin predadores, y que en todo caso, los peores predadores son esos parásitos —como la garrapata que ataca a mi compañero de nuestras largas caminatas— que se instalan en los lugares precisos, en el momento preciso… Y succionan. Con fervor y delirio: succionan. Pero mi psiquiatra siempre termina mi sesión antes de que pueda explicarle con amplitud todo esto de la relación biunívoca pre[sa][dador]. Debe tener razón cuando me dice, antes de yo poder expresarle todo lo que pienso, que no tengo que preocuparme por mercaderes de utopías falsas, por expertos en demagogias ni por entes parasitarios. De una manera o de otra, me dice, mirándome a los ojos con una sonrisa de complicidad, cuando menos lo esperas, todos al final estallan, o los hacemos estallar, y que él mismo ha dispuesto ya de muchos de ellos. En ese momento comienza a nombrarlos minuciosamente con un placer que parece brotarle desde muy adentro de sus vísceras, de sus viejos resentimientos y sus frustraciones, hasta que al final de la enumeración, la cual ha acompañado de anécdotas y detalladas circunstancias, respira aliviado y con esa expresión de felicidad en el rostro que suele producir la victoria definitiva, el triunfo aplastante. Por eso, me dice, no te preocupes. Todo eso que te inquieta, todo eso en lo que estás pensando, no son más que las alucinaciones típicas de tu estado de paranoia crónica, me dice.

Eric Alvarez © 2010. Todos los derechos reservados.

Entradas previas